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P02 C01 Todos los caminos conducen a Roma

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PARTE II

Todos los caminos conducen a Roma

El autobús no marchaba más rápido por mucho que Paula se concentrara en desearlo. Movió las piernas arriba y abajo una vez más, enlatada en el espacio entre su asiento y el de delante. No estaba acostumbrada a usar más medio de transporte que sus propias piernas. De hecho se había recorrido medio continente andando, y cuando había cogido un tren o un autobús habían sido trayectos cortos. Nada que ver con las 15 horas que unían la ciudad austríaca de Graz con su Roma natal. No obstante, había llegado a acumular bastante ansiedad por la incertidumbre respecto al destino que le esperaba en Roma, y en los últimos días decidió cambiar sus planes y su estilo de actuación y recurrir al medio de transporte que le recomendó un italiano que encontró por casualidad en el país germánico. Aburrida, desesperada y con las piernas cansadas, ahora se arrepentía.

Suspiró sonoramente y miró alrededor, especialmente a la gente que le acompañaba en el vehículo. Algunos pasajeros tenían la misma actitud nerviosa e incómoda, otros parecían estar acostumbrados o resignados a su cautiverio, mientras el resto simplemente dormían.

Se llevó instintivamente la mano a la máscara mientras miraba a hombres y mujeres. Debería identificarse con ellas, se suponía, pero las encontraba distintas, como si perteneciesen a otra especie. La forma de vestir, de hablar, moverse e, intuía, de sentir. Paula llevaba mucho tiempo observando a las otras mujeres y no conseguía empatizar con ellas. Según creía, originalmente era como ellas y podría haberse convertido en una mujer igual que ellas, pero el paso por el campo de entrenamiento le había arrancado su feminidad al ritmo de los golpes de su propia maestra. Hasta la expulsión de Litsha, estuvo manteniendo la base de su personalidad anterior, pero aquello fue el punto de no retorno, ya que para convertirse en Santo del Tucán había tenido que renunciar a la partes de su personalidad que la hacían no ya más femenina, sino incluso más humana.

Tampoco es que encajara con los hombres. Sí, se podía decir que hablaba como un hombre, andaba como un hombre y tenía pautas de comportamiento que se suelen definir como masculinas, pero no sentía tampoco ninguna empatía hacia ellos tampoco. De hecho, sentía odio. Había tenido tiempo de reflexionar que era injusto condenar sin más a la mitad de la población sin darles oportunidades, pero era algo que no podía evitar. Durante la mayor parte de su vida los chicos se habían estado burlando de ella y su amiga, y desde luego eran los culpables de toda su infelicidad. Cuando los había observado desde la distancia, tampoco le habían gustado, encontraba suciedad en su mirada y la forma de hablar (generalmente en idiomas que no comprendía), por no hablar de las veces que, por desgracia para ellos, la insultaron o trataron de asaltarla por la calle.

En resumen, parecía que ella ya no era ni hombre ni mujer, era un Santo Femenino que parecía ser algo totalmente distinto, sin un encaje en el mundo. La ropa gastada de entrenamiento y la máscara sobre la cara, que por cierto no era la misma careta gris sin dibujo que usaba en sus años de entrenamiento, no le ayudaban a sentirse más integrada entre la gente.

Lo peor, reflexionó, es que tampoco se sentía identificado con los Santos de Atenea. Eran éstos quienes la habían estado maltratando durante años para convertirla en algo que nunca había querido ser. El único modelo que había tenido de Santo Femenino había sido su maestra, pero por mucho que le agradeciera el haberla preparado para poder vencer el torneo y ganar la Vestimenta, no podía evitar sentir rencor por no haberle dado nunca cariño y no haber defendido a Litsha ante la injusticia que hicieron con ella. Ni siquiera sabía qué hacía en una orden de soldados de Atenea si no le gustaban la guerra ni los combates. Ni siquiera se creía demasiado eso de que una diosa de la mitología griega bajase a la Tierra cada 200 años.

Se revolvió incómoda una vez más en el asiento, pero esta vez angustiada por sus pensamientos pesimistas. Cuando andaba le resultaba más fácil alejarlos de su cabeza, como si todo fuese cuestión de acelerar el paso para que no le alcanzasen, pero atrapada en el autobús sin más estímulo que las rayitas de colores del estampado del asiento, resultaba imposible parar su cabeza.

Miró el paisaje por la ventana. Justo hacía momentos se había roto la monotonía de la carretera de montaña y estaban apareciendo prados y zonas rurales. Se suponía que esto era su patria, pero no sintió nada especial al contemplarlo. Con todo, era más agradable que lo que se había podido ver en la última hora, y le permitía relajarse un poco más. Apoyó la mano en la ventanilla y empezó a rememorar sus andanzas tras salir del campo de entrenamiento.


─--

Cuando puso los pies fuera del campo, Paula sólo tenía una cosa en mente: Litsha. Estuvo hablando con la gente de los pueblos y casas dispersas y algunas personas fueron capaces de reconocer a la guapa vagabunda que había estado comiendo de lo que le daban en las casas y lo que pedía a excursionistas. Pero eso había sido una corta temporada y hacía años que se había ido, según calculaba Paula, poco tiempo después de haber sido expulsada.

Intentó ampliar un poco la búsqueda a ver si en lugares de la provincia sabían algo de ella, pero fue inútil. Cuando se dio por vencida, tomó rumbo a Atenas, más concretamente al Santuario, donde le habían dicho que se encontraba por el momento el Artesano de las Armaduras. Le habían indicado que debía visitarlo para que reformase la Vestimenta del Tucán, ya que actualmente estaba diseñada para un hombre y no se ajustaría bien a su cuerpo.

La visita al Santuario no mejoró su opinión sobre los Santos. Se parecía mucho a su campo de entrenamiento, un lugar en el que maltratar muchachos hasta convertirlos en el ejército fanático de una deidad. El Artesano, sin embargo, fue muy agradable con ella. Un hombre de edad avanzada, transmitía un calidez y una amabilidad que nunca había conocido dentro de la Orden de Atenea. Fue la primera vez que no se sintió incómoda en el trato con un hombre.

El Artesano se tomó mucho tiempo y dedicación para dar a la armadura una forma adecuada e incluso bonita. También tuvo la amabilidad, por iniciativa propia, de diseñarle una máscara nueva a Paula. El dibujo de la misma consistía en que estaba dividida verticalmente en dos mitades: el lado derecho era de color blanco y el izquierdo negro. La pintura de la máscara no evitaba la magia que permitía respirar y ver a través de ella, algo que aún Paula no era capaz de explicarse. El Artesano evadió con habilidad dar explicaciones sobre el significado del dibujo, simplemente dijo que le pegaba. De forma extraña, era una persona a la vez cercana y misteriosa.

Una vez estuvo completo el trabajo, puso rumbo a Polonia, como siempre andando. Tardó meses en llegar a Lublin, la ciudad de la que Litsha le había hablado. Allí estuvo buscándola, pero en una ciudad e 700.000 habitantes y sin conocer el idioma, no era realmente plausible. Estuvo deambulando por la ciudad tres meses, no ya para conseguir encontrar a Litsha, sino por si conseguía llamar la atención y era su amiga la que la encontraba a ella.

Su estancia en la ciudad fue el período más duro. En las zonas rurales la gente era amable y daban alojamiento y comida a cambio de trabajo, o incluso gratis en muchas ocasiones. Pero la gente de la ciudad era más desconfiada y menos desprendida. Durmiendo en los refugios que encontraba en la calle, consiguió algo de dinero saqueando a los desaprensivos que trataban de atacar a una chica en la calle. Cuando se ganó una fama y nadie se atrevía a atacarla, se dedicó a salvar a otra gente, especialmente chicas, de los ataques de los criminales. No le faltó el dinero, ya que en las últimas décadas la delincuencia había aumentado como en casi todas las ciudades, aunque tampoco le sobró. Además de conseguir algunos euros extorsionando a malas personas, el hecho de proteger a la gente le hizo sentirse bien por un tiempo, tal vez aquéllo podría llamarse luchar por la justicia.

Pero al cabo del tiempo se había desesperado. Había recorrido cada calle de la ciudad, había preguntado "¿Litsha?" a muchas personas e intentado hacer gestos, pero nadie parecía entenderle, y la mayoría de las personas se asustaban, había incluso gritado su nombre, pero no aparecía. Al final, que su amiga hubiera vuelto a su ciudad natal y estuviera aún allí era sólo una suposición.

El día más triste para Paula desde la expulsión de su compañera fue aquél en el que decidió rendirse a la evidencia de que nunca encontraría a su amiga en un mundo tan grande y sin ninguna pista que seguir. Abandonada la idea, no sabía qué podía hacer ahora sola con su vida y una Vestimenta de Santo cargada en la espalda.

Es por este callejón sin salida por el que al final había decidido regresara a Roma. Gracias a la determinación de su personalidad reformada, había decidido no hacer lo que se esperaba de ella, no obedecer más órdenes ni seguir el destino que otros le habían diseñado. Bastante mal le había ido. Pero medio año después de armarse Santo de Atenea, no había nada que le diera un sentido a su existencia. Al menos si regresaba podría averiguar por qué alguien decidió arruinar su vida mandándola a un campo de entrenamiento para Santos.


─--



Paula se sintió infinitamente aliviada cuando pudo salir de la enorme lata rodante. Salió con impulso de la estación a la calle y empezó a andar. Era curioso como cada ciudad tenía un aire propio que la diferenciaba del resto. No es que reconociera su Roma natal, al fin y al cabo nunca había transitado sus calles con libertad. Sí le resultó curiosa la sensación de entender lo que decía todo el mundo por la calle, a pesar de que en el autobús ya había mucha gente que había estado hablando en italiano. Fue el volver a escuchar a las personas de la calle hablar en su idioma natal lo primero que le despertó un sentimiento nostálgico.

Preguntó por la dirección enseñando la placa de la maleta, pues casi encontraba dificultad en hablar su propia lengua después de haber estado años sin practicarla. Le aconsejaron que tomara un taxi y lo hizo de mala gana.

El lugar indicado resultó ser una pequeña oficina en una zona antigua de negocios. Una vez se identificó, la recepcionista llamó a alguien por teléfono y le indicó con amabilidad que esperase en una sala con sillones confortables a  que vinieran a recogerla. El recibimiento fue amable, pero no hubo pie a hacer muchas preguntas porque la empleada volvió al trabajo enseguida.

Momentos después estaba en un coche de lujo rumbo a su destino real. El tráfico de Roma a medio día era lento, lo que le hizo disponer de mucho tiempo en el trayecto.

─ ¿A dónde vamos? -inquirió al chófer con un aire cortante inintencionado.

─ Es una mansión en el Monte Aventino, una zona muy buena.

─ ¿Y qué es exactamente lo que quieren de mí?

─ Si no lo sabe usted -el conductor usó cierta sorna en respuesta a la aproximación agresiva de Paula-.

─ Pues no, no lo sé. Y no estaría mal empezar a recibir explicaciones.

─ Señorita -a Paula se le hizo raro el apelativo-, yo sólo soy un chófer, no puedo decirle nada. No manejo los asuntos de mis jefes. Tendrá usted que preguntar allí.

Viendo que la conversación no iba bien, se volvió a echar atrás en el asiento y se calló por el resto del viaje. La incertidumbre la estaba matando, y se cogió de forma nerviosa la trenza. Se acordó de la historia que había tras ella.

Paula tenía muchos problemas para recordar claramente los tiempos de antes del campo de entrenamiento. Recordaba que vivía con otros chicos que tampoco tenían familia alguna, pero aún a estas alturas no sabía quienes eran todos ellos y qué hacían ahí. En lo que respecta a su memoria, siempre había vivido en ese extraño orfanato.

Aquel centro trataba a los chicos con disciplina y les imponía el entrenamiento físico, debía de ser un sitio bastante duro, pero era un paraíso comparado a las barbaridades del campamento. Paula era por entonces una niña imaginativa que superaba el entorno difícil gracias a las historias fantásticas que inventaba. Ahora era incapaz de recordar prácticamente nada de aquellas quimeras y le sería imposible crear nuevas. El campo había borrado todo rastro de esa faceta suya.

Además de fantasiosa, o mejor dicho, como parte de esa faceta, era una niña prematuramente romántica. Había tenido incluso un amor entre los chicos huérfanos, que se llamaba Giorgio. Ahora que era adulta se preguntaba si Giorgio había llegado a sentir el mismo enamoramiento, o si simplemente se había dejado llevar por ella. Tampoco sabía si aquello había sido amor de verdad o simplemente la fantasía que una niña fabulaba para soportar un entorno con muy pocos alicientes para una persona creativa como ella.

El caso es que separarse de Giorgio fue un drama para ella. Para mantener una prueba del amor a lo largo de los años, Paula hizo prometer a su novio que no se cortarían los cabellos hasta que volvieran a reunirse. Años después esa promesa tonta le daba ánimos para continuar soportando las penalidades del entrenamiento para Santo.

Fue Litsha la que impuso algo de orden en la melena rebelde de Paula. Le convenció de arreglarse el flequillo y mantener el pelo lo mejor posible, mientras dejaba crecer su pelo hacia abajo, recogido en una trenza para que no se expandiera hacia todos lados. Con el tiempo, la relación con Litsha fue reemplazando la fantasía romántica de Giorgio, pero nunca había sido capaz de renunciar a la fantasía romántica de su niñez, posiblemente lo único que quedaba de aquella Paula.

Mientras pensaba en Giorgio, jugaba con la trenza entre sus manos y contemplaba lo castigada que estaba por todas sus vivencias. Se preguntaba qué sería de su novio de la niñez. ¿Lo encontraría en el lugar al que se dirigiría? ¿Se habría convertido en Santo? Es posible que incluso hubiera perecido por el camino. Una de las cosas que lamentaba Paula es que era incapaz de recordar su cara, aunque tampoco la de nadie más de aquella época.

─ Hemos llegado -dijo el conductor con brusquedad-.

Se sobresaltó al salir del trance y darse cuenta de que estaban en el jardín de una mansión.

─--

Al salir del coche, había una mujer joven y hermosa, con un vestido elegante pero profesional y un maquillaje intachable. Sostenía un portafolios con un emblema que llamó la atención de Paula, porque aparecía Atenea acompañada por las letras "LEGIO I MINERVIA PIA FIDELIS". Sonreía de oreja a oreja y mirándole a los ojos dijo:

─ Bienvenida Paula. Soy Serena. Hemos estado muy preocupados por ti, pero nos alegramos de que por fin hayas vuelto a casa.
Al final me he decido empezar con la segunda parte del fanfic. Pero no tendré un ritmo de publicación rápido como con la primera parte. Simplemente en lugar de esperar a tenerlo todo listo, iré escribiendo cuando tenga seguros los acontecimientos de esta parte.

También lo voy a simultanear con un fanfic que cuenta la historia de Litsha, obviamente cruzándose mucho con la de Paula.

El fanfic de Paula empieza aquí: minervanosainto.deviantart.com… .
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